viernes, noviembre 02, 2007

Antonio Mora

 

“Tuve un sueño y no estaré tranquilo
mientras no sepa lo que significa”

(Daniel 2,3)

 

Cuando niño, Antõnio Moura poseía una ciega fe religiosa y gustaba de ir siguiendo, paciente, día tras día, el oscuro germinar de la hierba en el patio. Ya en esta época dormía poco y, en el silencio matinal de la casa de sus tías, sentía correr por sus venas el miedo informe de la eternidad, del tiempo ilimitado. Algo rollizo en sus primeros años de vida, alcanzó la madurez con una notable estatura. Dedicó toda su vida al estudio concienzudo de la filosofía y las religiones, pero deseando siempre regresar hasta ese lugar vago y sin memoria desde el cual había llegado al mundo.

A través de un camino solitario, sembrado de árboles antiguos cuyas ramas se mecían con el mismo viento que hacía silbar la puerta mal cerrada del coche, el joven filósofo Antõnio Moura regresaba a su casa después de un día en la ciudad. Había culminado ya sus estudios y, poseedor de una herencia que le permitiría vivir dignamente, se encerró en su quinta de las afueras de Cascais para preparar su obra: O Regreso dos Deuses, en la que fundaría la religión más verdadera, la más cercana a la Naturaleza, y por tanto, la más apropiada para la orientación y el disciplinamiento de las sociedades. Discípulo emérito del poeta sensacionista Alberto Caeiro, quizás no haya leído sus obras. En circunstancias extrañas decidió cambiar su nombre por el menos portugués y casi enigmático de Antonio Mora.

Rubio y fino, sus ojos de un azul pálido albergaban una mirada viva cruzada en ocasiones por el mal humor de quien ha probado la vida y le ha encontrado un sabor amargo; un aire distante y ensimismado era reforzado por la cadencia distraída de su caminar. Sus gestos tenían la ligereza sin cansancio ni sombra que tiene la mañana, y al recogerse tras la jornada, continuaba dormida en su garganta la misma voz gruesa y sonora de su despertar. Casi nunca se le oía hablar. Durante su estancia en Lisboa, abstraído por su imaginación, marchaba sin nostalgia por la Rua Garret hasta el Largo das Duas Igrejas con los hombros encogidos y las manos en los bolsillos para sentarse al lado de la verja de una casa abandonada; aguardando, sin saber a qué.

Consumió el dinero de la herencia en atiborrar su casa con estatuas de dioses de todas las religiones del mundo. Leía incansablemente a Esquilo y escribía, con una letra menuda, alargada y pareja, sus reflexiones filosóficas en el amarillento papel que transportaba a todas partes metido en un cartapacio de cuero negro. Su fortuna estaba ya terminándose, y la criada vieja que le había cuidado cuando niño, murió sin que él se diese por enterado; hacía ya varios años que no hablaba con nadie y su pelo y su barba se habían tornado blancos.

Denunciado ante las autoridades de salud por una de sus criadas, fue internado en Septiembre de 1914 en la Casa da Saúde de Cascais, habiéndosele diagnosticado una “paranoia acompañada de psicosis intermitentes”; entonces, recuperó su afición de niño a observar pacientemente aquello que crece, y pasaba horas enteras, día tras día, reclinado sobre la ventana de su cuarto, observando una planta que crecía del otro lado; recordando aquel rincón del jardín de su casa infantil, donde, sentado en el primer peldaño de la escalera de granito, en las largas tardes del verano, escuchaba una madre que no era la suya tocar el piano y cantar como quien está alegre y no percibe el paso del tiempo.

El loco bullicio de la Praza de São João hacía retumbar la pared del lado opuesto a la puerta en la noche del año nuevo, y contrario a casi todos los residentes del lugar, el doctor Antonio Mora permanecía sentado en su cama, leyendo y releyendo las amarillentas hojas que, en su caligrafía ya borrosa, contenían los capítulos que compondrían su obra. Pensaba en publicar una revista que se llamaría Athena, y que ayudaría a las sociedades en la adecuación del terreno para el regreso de los dioses, para una nueva religión pagana, plural como la Naturaleza, humana y política.

Fue allí, en la Casa da Saúde de Cascais, donde Fernando Pessoa, en una visita acudida por el Dr. Gama —psiquiatra director del lugar— conoció al doctor Antonio Mora, quien, ataviado con una larga túnica blanca, bajo la cual llevaba el cuerpo desnudo como los antiguos romanos, recorría el pasillo que conducía al patio, y, para asombro del Dr. Gama, se detuvo a saludar al visitante con esta extraña expresión: “estaba esperando su llegada”. Era el 11 de Agosto de 1916, un viernes en la tarde, y después de una breve conversación cuyo contenido aún se desconoce, el filósofo encomendó al recién conocido Pessoa, el viejo cartapacio que por tantos años le había acompañado y que contenía los manuscritos de sus obras: “O Regreso dos Deuses”, “Os fundamentos do paganismo – Teoría do Dualismo Objetivista”, “Prolegómenos a uma reforma do paganismo”, y algunas notas dispersas.

Sin despedirse, Antonio Mora emprendió nuevamente su recorrido hacia el patio y una vez allí, caminando de un lado a otro, comenzó a recitar de forma circular, reiterada, infinita, el comienzo de la lamentación de Prometeo del Prometeo Encadenado de Esquilo:

“¡Oh éter celeste y vientos de rápida carrera,
oh, fuentes de los ríos y sonrisa infinita
de las olas marinas y tierra, nuestra madre,
y sol, que miras todo con tu ojo circular,
yo os invoco! ¡Ved cómo tratan a un dios los dioses!”

Todavía hoy, hay quienes, recorriendo en horas de sombras, de un lado a otro, el patio de la Casa da Saúde de Cascais, dicen seguir escuchando la lamentación de Prometeo; no obstante, los funcionarios encargados de la administración se empeñan en decir que en los registros de pacientes no aparece nadie llamado Antonio Mora, ni Moura, ni nombre alguno que se le parezca, y que el único Dr. Gama que ha prestado sus servicios al hospital murió en el año 1870. Y es que aún hay muchos seres en el mundo que, por más que los miremos, no dejan de tener apariencias fantasmales.

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